19 de agosto de 2009

Paracaídas

¿Por qué negar los problemas, Muriel? Le pregunta Héctor a su mujer. Ambos hablan como si estuviesen discutiendo, tranquilos en la mesa del comedor. Los dos son rancaguinos de corazón. Y hoy no es un buen día para ellos. Están cansados, el día está helado y todavía no llega la pensión. El Tito es un viejo bacán: de esos que se ríen todo el día y que todavía se dan vuelta a mirar a una mujer bonita cruzando la calle. Cuando está nervioso lo único que busca es la mano de su Muri, el amor de toda la vida. Y últimamente, de la muerte también. Si no, el viejo se nos hace de todo en los pantalones y suspirando al cielo se va dando cuenta que ni el cuerpo le responde.


Héctor González, como le gusta que lo llamen, es un electricista retirado. Con el pecho inflado dice que se ganó la vida dándole luz a todo su barrio. En sus brazos pellejudos se notan los años de peladas de cables y sacadas de chucha. Y como se ríe cuando cuenta esos porrazos. Hoy anda de suspensores, con su boina y un chalequito de botones. Muy apuesto y arregladito, piensa Muriel.

La señora Muriel no. A ella no le gustan mucho estas cosas. Ni siquiera le gusta hablar con las demás personas. Cuando van juntos al almacén de calle Quilín, es el Tito el que tiene que recitar la lista de cosas que van a comprar. La misma que la Muri escribió en el camino.

Pero él la ama. Aunque no hablen en semanas. Él la banca hasta la muerte, esa que esperan juntos los domingos al atardecer. Es como si tuviese deudas con ella, como si le perdonaría cualquier cosa. A ella le debe la vida. Héctor quiso lanzarse por un avión, pero la Muri siempre fue su paracaídas. Todos los sueños que compartimos, le dice, la vida los llevó arriba. Pero la casa se pone oscura, así que los paracaídas se deben abrir. Quizás este año no pasen agosto, pero ¿qué importa? Llevan 63 septiembres juntos.

 
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