Sergio está aburrido de ser un anciano. Lleva tres años y medio tratando de entender por qué "mierda" la gente envejece y deja pasar las bellezas de la existencia, pensando que habrán cuatro mil años para tenerlas.
Hace dos semanas Sergio caminaba por Jorge Washington cuando la vio. Eran las cuatro de la tarde, y el anciano de sesenta y dos años ya estaba podrido en su departamento cuando decidió ir a dar una vuelta a Plaza Ñuñoa.
Se veía tal cual como aquella noche cuarenta años atrás: Radiante. Llevaba un pañuelo morado en el pelo, el cual no tenía la más mínima intención de cubrir las canas de Rosario (ella siempre aparentó que el look no era lo que más le importaba)
Una pequeña niña tomaba del brazo a la feliz señora, mientras que en su otra mano colgaba una cartera de tela. Cuando cruzó la calle, Sergio miró detenidamente el vestido café que adornaba las piernas de Rosario, el mismo vestido que jugaba perfecto con la polera amarilla oscura que llevaba la vieja esa tarde de verano. La miró un par de horas. Ella compró unos helados, se los comió junto con la pequeña niña-que realmente no importa como andaba vestida- y caminó por Avenida Irarrazabal hacia abajo. Sergio estaba atónito, ni siquiera sintió su dolor de espalda durante el momento en que la vio caminar.
Plaza Ñuñoa está cambiada. Desde que las protestas por la nueva ley de expendio de alcoholes destruyeron todos los bares del lugar, la plaza es un lugar de encuentro, de helados, de bancos y edificios. Poco se ve la plaza.
Sergio caminó de vuelta a su departamento sin nada en los bolsillos y sin nada en su corazón. Se acordó de lo agridulce que fue Rosario con él cuando eran unos veinteañieros soñadores. Le encantaba ese misterio de cada encuentro, esas peleas que terminaban en risas, esos silencios que a ambos irritaban pero que no importaban: en algún momento alguien rompería el hielo. Pero no.
¿Qué hubiese pasado si...? Se lo preguntó durante tres cuadras. Miraba a la gente que venía de frente buscando respuestas. Quizás Sergio no sería un viejo desolado, quizás tendría esa compañera a la que tanto le hubiese costado conquistar... Quizás sería feliz. También puede ser que Sergio hubiese tenido durante todos esos años a Rosario presente, sus conversaciones, sus palabras feas, sus retos, sus películas y las de ambos. Cada mañana hubiese despertado con la mirada fija en aquellos ojos, cada noche hubiese sido un momento único para compartir, para sentir. Para hablar de nada, para dejar ser. Eran de lo más auténtico. Y no lo fueron.
Hace dos semanas Sergio caminaba por Jorge Washington cuando la vio. Eran las cuatro de la tarde, y el anciano de sesenta y dos años ya estaba podrido en su departamento cuando decidió ir a dar una vuelta a Plaza Ñuñoa.
Se veía tal cual como aquella noche cuarenta años atrás: Radiante. Llevaba un pañuelo morado en el pelo, el cual no tenía la más mínima intención de cubrir las canas de Rosario (ella siempre aparentó que el look no era lo que más le importaba)
Una pequeña niña tomaba del brazo a la feliz señora, mientras que en su otra mano colgaba una cartera de tela. Cuando cruzó la calle, Sergio miró detenidamente el vestido café que adornaba las piernas de Rosario, el mismo vestido que jugaba perfecto con la polera amarilla oscura que llevaba la vieja esa tarde de verano. La miró un par de horas. Ella compró unos helados, se los comió junto con la pequeña niña-que realmente no importa como andaba vestida- y caminó por Avenida Irarrazabal hacia abajo. Sergio estaba atónito, ni siquiera sintió su dolor de espalda durante el momento en que la vio caminar.
Plaza Ñuñoa está cambiada. Desde que las protestas por la nueva ley de expendio de alcoholes destruyeron todos los bares del lugar, la plaza es un lugar de encuentro, de helados, de bancos y edificios. Poco se ve la plaza.
Sergio caminó de vuelta a su departamento sin nada en los bolsillos y sin nada en su corazón. Se acordó de lo agridulce que fue Rosario con él cuando eran unos veinteañieros soñadores. Le encantaba ese misterio de cada encuentro, esas peleas que terminaban en risas, esos silencios que a ambos irritaban pero que no importaban: en algún momento alguien rompería el hielo. Pero no.
¿Qué hubiese pasado si...? Se lo preguntó durante tres cuadras. Miraba a la gente que venía de frente buscando respuestas. Quizás Sergio no sería un viejo desolado, quizás tendría esa compañera a la que tanto le hubiese costado conquistar... Quizás sería feliz. También puede ser que Sergio hubiese tenido durante todos esos años a Rosario presente, sus conversaciones, sus palabras feas, sus retos, sus películas y las de ambos. Cada mañana hubiese despertado con la mirada fija en aquellos ojos, cada noche hubiese sido un momento único para compartir, para sentir. Para hablar de nada, para dejar ser. Eran de lo más auténtico. Y no lo fueron.
!Para weón¡ Sergio se gritó a sí mismo como lo suele hacer, tomó dirección hasta su departamento, se desabrochó la camisa y se pasó la mano por la cara seguro de que tenía litros de sudor en la frente. Entró a su pieza, abrío el cajón... no encontró ninguna foto y se puso a llorar.
4 opinan:
Espero no terminar así. Mejor me pongo las pilas.
Pedazo de chorizo. Jalea artesanal echa con delicadeza.
ahora si que estás hecha una productora de jalea carlos, me gustó mucho....
en nosotros y sólo en nosotros está el no terminar así..
chao chao
La vida esta llena de historias como las de Sergio y como las de otros hombres sin nombre, viendo como su felicidad se les va frente sus propios ojos y sin poderla retomar...
y después ?
te leo futuro periodista ..
shau Matutee!
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