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Salgo de mi casa y comienzo a contar las personas que pasan a mi lado sin mirarme. Hace un frío de esos que te parten los labios y te cagan las amigdalas, pero da lo mismo. Un grupo de niñas me rodéa para jugar a la ronda de San Juan. Sigo caminando y me dan ganas de tomar una micro. Me subo sin pagar ante la sonrisa del conductor. Adentro me regalan unos Doritos y una Fanta, en tanto, un niñito me mira y se ríe cómplice ante mí. Él no entiende nada, y es lo que más me gusta de él. Me Bajo en el pasto. Comienzo a caminar. Hay sol de invierno y me encanta, apesar del frío. Me abrocho los últimos botones de mi chaqueta, meto las manos a los bolsillos y me paro a pensar. De repente llegan dos amigos y me abrazan para conversar. Después de un rato, los dejo solos hablando de alguna cosa tonta sin sentido, pero que tanto nos hace reir. Que bacán es reir. Me metí al metro para capear el frío y resultó. Me salto la entrada y el guardia contratado por una empresa externa al Metro se ríe y aplaude mi destreza física, aunque no saben el tirón que me dio. Camino por todo el andén, de principio a fin. La gente lee un libro o se quedan pegados mirando al vacío esperando al tren. Me meto de los primeros al último vagón. Me cuelgo con las dos manos del fierro más grande y me miro en el reflejo de la ventana. De repente me dí cuenta que una señorita al lado mío también lo hacía, nos miramos fijamente por la ventana. Ella se sonrojó, me dio una canción y se fue. Fui feliz. Me bajé en la estación Ledbetter y me sentí en casa. Ya no hacía frío, me saqué mi chaqueta y me puse a correr. Llegué a casa, me puse el paracaídas y aterrizé en este jueves por la tarde.